En 1962, Stan Lee no sabía cómo el público iba a reaccionar ante un cómic protagonizado, directamente, por un dios. No por una persona muy fuerte o por un superhombre al estilo Superman, sino, literalmente, por un dios, con su panteón celestial. Así que, por si acaso, le disfrazó bajo la apariencia de un doctor cojo llamado Donald Blake, que se convertía en «ricitos de oro» si presionaba su bastón contra el suelo, que se convertía en Mjolnir. Aunque por aquel entonces, ni siquiera se llamaba así, y hacía referencia a él como «martillo de Uru». Y a correr. La mitología era lo de menos: lo importante es que fuera entretenido.
¡Make Mine Marvel!
Pero, para su sorpresa, los correos de los lectores empezaron a llegar exigiendo que hablara más sobre la mitología de Thor. Fue así como nacieron los «Relatos de Asgard», donde Lee y Jack Kirby narraban distintas historias de la mitología nórdica adecentadas al «estilo Marvel». Con el tiempo, se convirtieron en una especie de historias secundarias de Thor y Loki, para acabar desapareciendo con el tiempo, una vez otras mitologías, como la de los dioses helénicos, ya habían hecho su aparición marvelita.
Por supuesto, a la hora de adaptar Thor, Kenneth Branagh no podía ser menos que Stan Lee, y dedicó unos cuantos guiños a proteger a los dioses nórdicos. En uno de los más curiosos, podemos ver que el caballo de Odín tiene ocho patas. No es un error del equipo de efectos especiales, sino una referencia a Sleipnir, la montura que tenía en los relatos originales.
Por cierto, si tenéis curiosidad por el destino del bueno de Donald Blake, el alter ego de Thor durante sus primeros años, desapareció en 1968, cuando se desveló que era un engaño de su padre, Odín, para enseñarle humildad. Años después volvió, pero esta vez solo como humano real, solo para que Thor descubriera cuál era su destino… y, como no podía ser de otra forma, acabó unido con un simbionte. ¡No sé qué pasa en Marvel, que si un simbionte no te absorbe, no eres nadie!