Hablamos en profundidad con el actor, director y activista sobre los altos y bajos de su carrera, en motivo del estreno de su nueva película ‘Ciudad de asfalto’
En Ciudad de asfalto, Sean Penn interpreta a Gene Rutkovsky, un paramédico curtido en las noches de Nueva York que enseña al joven Ollie Cross (Tye Sheridan) sobre los claroscuros de la humanidad en los márgenes. Lo entrevistamos, junto con Patrick Heidmann y Luca Mastrantonio, a quienes agradezco la mano en recuperar el audio de la conversación. Esta es una charla en profundidad que ocurrió en una habitación durante el pasado Festival de Cannes, donde la película por la Palma de Oro.
Sean Penn nos recibió con su guardaespaldas sobre las cinco de la tarde. Un plato de espaguetis estaba olvidado en un rincón de la habitación y el actor no dejó de fumar durante toda la charla. En el audio, a partir de cierto punto, la voz de Penn empieza a confundirse con el repiqueteo con la pierna del cristal de la mesita que sostenía las grabadoras encima. Sean Penn habla cauteloso, lento y, en ocasiones, con un ligero temblor.
Acordamos una primera pregunta de cortesía.
¿Qué le hizo aceptar este papel?
Estaba en Sudáfrica haciendo una película con Adèle Exarchopoulos, quien estaba muy insistente con que tenía que ver Johnny Mad Dog (Jean-Stéphane Sauvaire, 2008). Cuando la vi me sentó como un puñetazo, sólo tenía ganas de ponerme manos a la masa y trabajar con él. Este tío sabía cómo se hacía cine. Fue Adèle quien nos juntó, aunque sé que él me tenía la vista echada desde hacía tiempo. Me había escrito años atrás, siendo yo Jurado Oficial y él con una película en Quincena de Cineastas, para trabajar en este proyecto. Pero no era el momento.
Yo… No funciono muy bien cuando no estoy metido al cien por cien en un proyecto. Ha habido ocasiones en las que me han ofrecido buenísimos materiales, de manos muy talentosas y debería haber dicho que no, porque no estaba preparado para hacerlo. Por ejemplo, su película tenía muchísima oscuridad y yo he llegado a un punto en mi vida en el que necesito cargarme para hacer cosas nuevas. En aquel momento, no me sentía cargado. Le llevó un tiempo financiarla, y durante ese tiempo insistió sin parar con que tenía que hacer esta película con él. Era un juego delicado, porque yo no dejaba de decirle que no, pero al mismo tiempo quería ser muy claro con que él me gustaba y algún día sí tenía intención de trabajar juntos.
Fíjate si se emperró que un día le dije –porque en una versión anterior de guion mi personaje se suicidaba con una pistola–, le dije: “Vale, trabajaré contigo pero el suicidio tiene que ser el primer día de rodaje y con un arma de verdad”. Luego pasó el tiempo, y me recargué, y nos pusimos a ello.
Comenta que necesitó un paréntesis de la interpretación para recargarse, trabajando como director y como activista. ¿Hasta qué punto ese paréntesis era excepcional? ¿Le ha vuelto a interesar actuar?
Bueno, deja que te cuente una historia divertida. Me había tomado un tiempo, y al volver acepté dos guiones: este [el de Ciudad de asfalto] y un mano a mano con Dakota Johnson, escrito con finura sobre todo lo que nos preocupa hoy alrededor de la política de la sexualidad [la película es Daddio, de Christy Hall, creadora de Esta mierda me supera, y se estrenó el pasado Festival de Toronto con críticas muy positivas]. Ambas eran producciones independientes, pero si era capaz de hacer las dos me salían rentables. Así que rodé las dos.
Cuando pienso en Ciudad de asfalto, pienso sólo en lo mejor del rodaje: Jean-Stéphane [Sauvaire, director], Tye [Sheridan], David Ungaro, el director de fotografía [le conocemos por la fotografía de The Owners (Los propietarios), cinta de terror de 2020]… Y mira que la experiencia fue miserable. Yo estaba preocupado por Jean-Stéphane, porque tenía una ambición muy elevada (como debía ser), lo cual hacía que yo me sintiera al pie del cañón, estresado y con una gran responsabilidad.
Por aquel entonces, yo llevaba quince años sin disfrutar actuando. Fue desde que hice Mi nombre es Harvey Milk con Gus Van Sant, quince años atrás. Esa fue la última película que disfruté. Incluso si me daban buenos materiales, actuando me sentía muy desgraciado
Por aquel entonces, yo llevaba quince años sin disfrutar actuando. Fue desde que hice Mi nombre es Harvey Milk con Gus Van Sant, quince años atrás. Esa fue la última película que disfruté. Incluso si me daban buenos materiales, actuando me sentía muy desgraciado. Así que decidí alejarme. Pero claro, tenía que ganarme la vida de alguna forma, así que acepté los dos proyectos, uno detrás de otro. Y con Daddio, quizás por efecto de rodar esto antes, tuve la mejor experiencia que he tenido nunca actuando (sonríe). En el rodaje eran casi todo mujeres, estaba escrita y dirigida por una mujer y ello me permitía explorar rincones a los que ni me hubiera acercado de haber estado hecha por un hombre.
No creo que debería ser así, porque todo el mundo debería poder dirigir cualquier cosa, pero Christy me dio palabras para expresar aquello que se nos prohíbe expresar estos días y, sobre todo, me dejó formularle contrapartidas a sus argumentos. Tuvimos conversaciones lo suficientemente largas para comprobar que, a pesar de que partíamos de lugares muy diferentes, en el fondo estábamos de acuerdo y nos referíamos a lo mismo. Ni cuando era joven recuerdo haber disfrutado tanto, ni haber llegado tan lejos. He tenido mucha suerte.
Rutkovsky divide a la Humanidad en cobardes y no cobardes. ¿Cómo divides a la Humanidad, como activista? ¿Cuál es la característica humana por definición?
Deja que te hable como espectador. El público nunca sabe cuándo se le está mintiendo, pero sí son perfectamente conscientes de cuando se les cuenta la verdad. Y me voy a una cita: «La responsabilidad del autor es entender el tiempo en el que vive». Mientras esa sea la fuerza motora del arte, no importa de lo que hables, ni de qué tiempo sea. A mí no me interesa que me cambies la Historia y Napoleón cambie de opinión sobre algo. A mí me interesa cualquier cosa que nos dé de herramientas para hacer algo al respecto. Yo algunas veces creo que lo he conseguido, y otras creo que he fallado.
Aun así, incluso cuando cuesta tanto levantar proyectos personales, que hablen realmente de ti, no quiero participar demasiado en la cultura de la queja. No quiero ser de esos que dan golpes a la mesa y beben vodka y dicen que el cine ha muerto. A los cineastas que lo hacen debería caerles la cara de vergüenza, delante de películas tan frescas y tan nuevas. Sí deberíamos preocuparnos por una industria inestable, pero hay que mantener la distancia y no perder el foco. Él [Stéphane] es así, no se censura, ni dialoga con la queja. Es inmune creativamente. Cuanto más lejos puedes ir de la cultura de la queja, más energía tienes para hacer lo tuyo.
Y esto ya es autobiográfico. La chica de quien hace años me enamoré es la pantalla de cine, y la experiencia compartida de ver una película –cuando termina una película y ya no sois completos desconocidos con el resto del público, casi como en un viaje en taxi–. No puedo romper con esa chica, es mi esposa (ríe). Y bueno, no me refiero a esposa de verdad. Ya he tenido varias, y soy imposible como marido… Pero con el cine…
Por eso me gusta tanto hacer de jurado, porque en Estados Unidos somos tan monoculturales. Donde yo vivo [en Malibú] hay dos cines, y uno pone películas francesas cool sí, pero nunca verás aquella película filipina buenísima allí. Aquí [en Cannes], en cambio, nunca piensas de dónde es una película. Más tarde me voy a reunir con unos cineastas sudaneses que verán el primer estreno de su país en el Festival [se trata del equipo de Goodbye Julia, que compitió en Un Certain Regard]. Hay que ir más allá [de la queja], porque entonces te pierdes todo lo bueno del cine nuevo, incluso en las plataformas, donde hay gente con una imaginación desbordante. Estoy yendo con calma con mi romance con la pantalla pequeña, porque mi amor al cine es aún muy grande, pero quizás haya un camino allí.
Pero no tiene planes, como director, de crear una serie o algo por el estilo.
De hecho, sí tengo. Arranqué una pequeña empresa [Projected Picture Works, quienes según Variety estaban trabajando desde 2022 en Killers & Diplomats, un thriller político rescatado de la Black List sobre un artículo del Pulitzer Raymond Bonner] con un par de cientos de millares de dólares para colaborar con compañías más grandes. Está muy enfocada a la producción de cine, pero tenemos un par de proyectos de serie preparándose, aunque yo no esté en los créditos como director o actor.
Su personaje, Rutkovsky, acaba admitiendo sus errores. ¿Hay algún error que le gustaría admitir?
Ya sé en qué piensas. Creo que te refieres a dos errores en particular (sonríe). Uno es político, el otro es personal. El segundo habla de mis relaciones: familia, amantes, mujer. Me he vuelto muy bueno en las relaciones, y eso que mi vida es muy superficial. Pero me ha costado su tiempo empezar a admitir mis errores, pero al final ello también me ha llevado a cometer menos errores. Cuando te mantienes firme en lo que crees, acabas siendo más precavido y disculpándote menos. Luego, hay un par de cosas en mi historial como periodista y activista global… Y esas piden conversaciones mucho más largas. Te daré un ejemplo. Hugo Chávez era mi amigo, le quería.
Cuando tomó el poder, un 80% de su país no tenía identidad, acceso a la sanidad o a una educación, ni un trabajo. Y lo cambió. Y yo lo vi. No por lo que me dijeran que viese, sino porque pasé mucho tiempo allí. Y el país le quería… Así que yo escribí y dije algunas cosas en su favor, entonces… ¿Sabes? Algunas personas deberían gobernar como lo hacen los marines. Son los primeros en llegar, detienen la hemorragia y se apartan. Pero, y yo soy un creyente fervoroso de las instituciones –estoy muy agradecido de la existencia de la CIA–, aquí tienes a un continente donde se han hecho cosas tremendas, y que tiene una razón para estar paranoicos. Eso fuerza a cualquier líder, de cualquier parte del mundo, a contratar a gente en la que confías aunque no sean los mejores para el puesto.
Luego hizo el referéndum, y yo le dije que no iba a escribir más sobre él. Hoy pienso que está muy equivocado. Pero por aquel entonces, cuando la única institución era Elvis y Elvis se fue para no volver, no tenías por qué ser una persona horrible para ser Maduro, sólo un gerente muy malo. Y eso te lleva a la Venezuela de hoy. Pero yo no tengo nada de lo que arrepentirme al respecto.
Por otra parte, me han acusado de celebrar al Chapo [Joaquín Guzmán Loera, el narcotraficante], pero yo nunca he hecho eso. Mi primo está en la DEA [Administración de Control de Drogas estadounidense] y yo nunca felicitaría a alguien que descuartiza a bebés con una motosierra. Eso fue un malentendido tremendo. [Aquí, el golpeteo de pierna de Penn inunda la grabación] De lo que sí me arrepiento es de no estar ahora mismo en el frente ucraniano, ayudando.
¿Es verdad que le dio uno de sus Oscars a Volodímir Zelenski?
Sí, el de Mystic River, porque el de Mi nombre es Harvey Milk lo tengo roto y no quería darle uno roto.
¿Qué piensa hacer si Ucrania gana la guerra?
“Ganar” no tiene mucho sentido cuando hay tanta gente muriendo, pero estoy seguro de que Ucrania dominará este conflicto militar. Con el apoyo adecuado, podrían haberlo hecho ya, y Putin podría estar ya jodido políticamente. En el peor de los casos, si esto va para años, los ucranianos irán todo lo lejos que haga falta para acabar dominando la situación.
Al presentar una obra en un festival como este, usted se expone ante el mundo y eso le pone en una situación vulnerable. ¿Qué tan difícil es eso? Incluso si usted es “sólo un actor”.
Yo estoy muy relajado. Pero una cosa sí es verdad: los abucheos en Cannes no se olvidan. Ese es el riesgo que cualquier cineasta acepta viniendo. Hoy no me preocupa, no he tenido que convencer a ningún financiador que no iba a perder dinero con esta película. En todo caso, nunca he tenido dos malos días seguidos en un festival de cine. He pasado horas miserables, en Cannes, pensando: “Bueno, esto no va a continuar bien”… Pero bueno.
[Aquí nos cortan la entrevista, pero Sean Penn insiste en darnos “cinco minutos más”, que se convierten en quince]
Siendo una figura tan pública, ¿hasta qué punto piensa en cómo van a ser recibidas las decisiones que toma?
Creo que tengo un sentido razonablemente bueno de quién soy, y creo que eso es una mezcla de lo que soy de verdad, pero también de quién me han hecho. Como todo el mundo. Pero todo el mundo tiene su naturaleza, y hay que ser consciente de ella y honrarla. Convertirla en gasolina para nuestra vida, incluso si conlleva aspectos peligrosos. Eso no quiere decir que te entregues a tu lado oscuro…
Cada vez veo más claro que mi motor se encuentra en poner el foco sobre temas que no tienen suficiente visibilidad. Llamar la atención para concienciar a tontos como yo, o gente que no puede permitirse viajar adonde yo voy, pueda tener el contexto y toda la información. Y eso no quiero cuestionarlo nunca. De hecho, me gustaría hacerlo más. Mi objetivo es seguir dando valor a lo que hago en público y haciendo que las palabras que uso sean más específicas, porque hay gente que sabe hablar mejor que yo y que está apelando específicamente a la gente con poder. Así que, por lo menos, quiero defender mi rincón en la habitación.
Cada vez veo más claro que mi motor se encuentra en poner el foco sobre temas que no tienen suficiente visibilidad
Descríbanos un momento de pena profunda…
Hay un momento de miseria profunda que me ocurrió en invierno de 2010. No había habido un caso declarado de difteria en Haití en treinta años. Después del terremoto habíamos traído a muchísimos voluntarios al lugar y aprendimos todos que, a pesar de los avances en la investigación y el tratamiento de enfermedades endémicas e infecciosas, la clave estaba en una buena comunicación con los médicos locales. Así que yo siempre traía una radio conmigo. Un día, recibí una llamada de una doctora estadounidense, que había estado trabajando con nosotros en el hospital de campaña desde hacía una semana.
Estaba en shock. Me pidió que bajara a verla, y me preguntó si estaba vacunado contra la difteria. Creía que un chico de catorce años al que acababan de ingresar la tenía. Catorce años. Los síntomas eran como de gripe, pero tenía la lengua gris, lo cual es una señal clara de difteria. Todo el resto de doctores, locales, insistían en que no podía ser difteria. Acababan de pasar por un terremoto, no podían sufrir además su primer caso de difteria. El destino no puede jugártela con un terremoto más un brote de cólera. ¡Eso es de locos! Pero yo decidí creerla.
En aquel entonces, nos habíamos involucrado a trabajar en un hospital provisorio y les habíamos donado una ambulancia. Cuando nuestro centro estaba demasiado lleno, trasladábamos los pacientes al resto. Entonces había tres hospitales que podían recibir a pacientes con enfermedades infecciosas, así que cogimos la ambulancia, un voluntario haitiano y yo, y nos dedicamos todo el día a recorrer los hospitales de la isla –con la sirena, jugándonosla con el tráfico– buscando algún sitio donde trataran al chico.
Nos echaron de todos los hospitales, la mayoría alegando que eso no podía ser difteria. Uno de los centros nos rechazó porque el chico tenía catorce y no trece, y sólo atendían a niños. Fue una odisea de once horas, y este chico se nos empezaba a desvanecer. Le hablábamos, pero respondía menos y menos. Finalmente nos aceptó una doctora que había convertido su clínica de cirugía plástica en un hospital abierto para todo el mundo. Nos dejó quedarnos y no ir llevando al chaval por carreteras llenas de baches mientras tratábamos de llamar a alguien que lo ayudara: la Cruz Roja haitiana, la Cruz Roja americana, el ejército estadounidense, los CDC [Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, la agencia nacional de salud pública de Estados Unidos], la Organización Mundial de la Salud… Nadie. Nadie sabía qué hacer.
Estábamos jugando todas nuestras cartas, y todo el mundo que habíamos contactado estaba haciendo todo lo posible. A las cinco, después de once horas, conseguimos que lo aceptaran en esta clínica, donde al menos tenía algo de aire acondicionado. Uno de los voluntarios del centro, que estaba en contacto con nuestro hospital, se marchó a cenar y reconoció a alguien de los CDC (era fin de semana, era difícil contactar a nadie por teléfono). Él le indicó que había un hospital a veinticinco minutos de Puerto Príncipe que sí estaba enfermedades infecciosas y que teníamos que ir allí. Ellos tenían la vacuna.
A esa hora, el padre del chico ya nos había alcanzado y estaba con nosotros en la clínica. Así que, a pesar de las muchas reticencias del padre, nos apresuramos a meter al chico en la ambulancia y corrimos. Yo iba detrás con ellos dos, padre e hijo, y le digo al padre: “Va a vivir”. Porque, aunque el chico estaba el las últimas, teníamos la vacuna. Llegamos al hospital, se la inyectan, celebramos como locos. Vale, no había vuelto en sí, pero ya se recuperaría. Nos volvemos al campamento y estamos bebiendo ponche de ron y, bueno, hasta la mañana siguiente no recibimos la noticia de que el chico muere durante la noche. Así que… Debería haber esperado antes de prometerle nada a nadie. No vendas la piel antes de cazar al oso.