The Walking Dead es, probablemente, una de las últimas series que tendrán éxito en la televisión lineal, fuera del streaming. Convirtiéndose en una franquicia al estilo de NCIS o Ley y Orden, la serie de zombies ha conseguido estar siempre con un proyecto pendiente y una temporada a punto de estrenar, convirtiéndose, más que en un gusto, en una rutina para sus seguidores, que, quizá de manera algo extraña, encuentran solaz y tranquilidad en los ataques zombies continuos. Puro zen.
¿Repetimos?
La serie original duró un total de 11 temporadas, aunque ya en la 9 poco quedaba del núcleo principal: Rick se marchó (a su propia serie) y Carl murió, lo que no impidió que la trama aún pudiera seguir arrastrándose, paradójicamente de manera bastante zombi, durante tres años más. Lo curioso es que, incluso en esos momentos, fue capaz de darnos escenas de pura magia televisiva.
El mejor ejemplo es de la temporada 8, donde Carl, ya adulto y capaz de enfrentarse a su padre si es necesario, vive su paso a la adultez de una manera de lo más curiosa: repitiendo plano por plano una de las primeras escenas de la serie, en la que su padre vigilaba una carretera, miraba debajo de los coches por si había algún zombi y acababa encontrándose con una niña. Los responsables de la serie decidieron copiarla para mostrar así, de la mejor manera posible, que Carl ya no era un niño. Brillante.
Por cierto, en el cómic, por si quieres otro final distinto, Carl sobrevive hasta el último momento: el que muere es su padre, cuya historia cuenta a su hija como si fuera la de un héroe mitológico. Puede que si no hubieran tenido la ambición de estirarla como el chicle hubiéramos llegado hasta ahí. Francamente, hubiera sido bonito.