Hubo un tiempo en el que Xiaomi podía permitirse ser un logo simpático, casi de juguete. Un apodo gracioso («Mi»), una estética sencilla por no decir ramplona, un espíritu de accesibilidad y desenfado. Vale. Nació como la marca que democratizaba el smartphone, la marca que competía en precio, pero no en prestigio.
Ese tiempo ha terminado.
En el Salón del Automóvil de Shanghai nos ha quedado claro que Xiaomi ya no juega esa partida. Con el SU7 Ultra, su primer coche eléctrico en la versión superior, Xiaomi cambia sus tornas: ya no compite por volumen, compite por estatus. No busca ser la alternativa barata a Tesla. Quiere ser la alternativa directa. Quiere, incluso, superar.
El problema es que su marca, su arquitectura visual, su relato, no han seguido ese salto de ambición.
Hoy, Xiaomi vende móviles de más de 1.500 euros. Y lo hace cada vez más a menudo. Se sube al podio de la fotografía computacional, del diseño de materiales nobles, del lujo funcional. Y ahora lanza un automóvil que, en acabados, tecnología y presencia, rivaliza de tú a tú con Porsche o Lucid.
Pero sigue llevando el mismo logo que cuando hacía teléfonos de 200 euros que a los tres años acababan en un cajón.
No basta con cambiar el producto. Hay que cambiar también lo que el mundo ve, siente y proyecta sobre ti.
Una marca no es solo un nombre o un emblema. Es una promesa silenciosa, una expectativa inconsciente, un marco de referencia.
Hoy, el logo naranja y el simpático «Mi» siguen remitiendo a la vieja Xiaomi. A la de estantes a ras de suelo en Mediamarkt. No a la Xiaomi que construye berlinas eléctricas de 500 caballos, ni móviles de titanio pulido. No a la Xiaomi que quiere ser un referente cultural y no solo tecnológico.
Esa disonancia entre lo que Xiaomi es y lo que parece ser es su mayor riesgo ahora mismo.
Porque la coherencia de marca —ese invisible hilo rojo que une producto, percepción y aspiración— es esencial cuando quieres jugar en las ligas donde cada matiz importa, donde cada gesto cuenta.
Apple nunca fue solo un logo. Fue una estética. Una narrativa. Una disciplina visual. Un lenguaje coherente entre hardware, software, packaging, tiendas y comunicación.
Xiaomi está alcanzando un nivel de producto capaz de jugar en esa liga. Pero sigue hablando el idioma de sus inicios. Sigue pidiendo respeto con voz de adolescente.
Y si no corrige ese desfase, su ambición chocará contra el escepticismo. Contra una fricción que hoy apenas se intuye, pero que puede cristalizar en una desconfianza sutil pero letal: la de quien admira el objeto, pero no termina de creerse la marca.
El momento es ahora.


Imagen: Xataka.
No era tan importante que la insignia sobre el capó del SU7 Ultra fuese de oro y fibra de carbono como cambiar su imagen.
No basta un rediseño superficial. Xiaomi necesita una nueva arquitectura de marca: más sobria, más refinada, más deliberada. Una marca capaz de sostener móviles ultrapremium, berlinas eléctricas, y lo que venga después sin que nadie parpadee.
Quizá una doble arquitectura —una Xiaomi de base accesible y una submarca distinta para lo aspiracional—. O quizá una evolución profunda y única. Pero no seguir igual. Ya se animó a trascender su marca primigenia, pero consolidando el caos en lugar de construyendo la claridad.
El SU7 Ultra no solo ha demostrado que Xiaomi sabe hacer coches extraordinarios. Ha demostrado, sobre todo, que ya no tiene sentido seguir mirando a Xiaomi como la marca de siempre.
Ahora falta que Xiaomi también lo entienda.
Y actúe en consecuencia.
Imagen destacada | Xiaomi
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