Apple ha evolucionado. En dos décadas ha pasado de ser un rebelde tecnológico a un gigante corporativo. Y eso también ha transformado la relación entre la empresa y sus usuarios más fieles. Esa metamorfosis era inevitable, pero también marca el fin de una era: la de la devoción casi religiosa hacia la marca.
En sus inicios, Apple representaba la alternativa al poder establecido, el desafío al statu quo representado primero por IBM y luego por Microsoft. Hoy es el gigante al que una vez desafió. No puede haber nada revolucionario en comprar los productos de la empresa más valiosa del mundo.
Usar sus productos era también una declaración de principios, una forma de diferenciarse y una señalización. Ese posicionamiento forjó una base de usuarios extraordinariamente leal, evangelistas de la marca.
El éxito masivo ha diluido esa sensación de exclusividad. El iPhone era vanguardia residual, hoy es mainstream. La ubicuidad de los dispositivos de Apple ha ido erosionando ese sentimiento de pertenencia a un club selecto, a una tribu, que definió la «cultura Apple» hasta la primera década de este siglo.
Además de su popularización, algunas acciones de Apple han contribuido a enfriar el fervor de los fans más acérrimos. Ciertas políticas de la App Store, la resistencia a adoptar estándares abiertos anteponiendo comisiones a beneficio para el usuario; las limitaciones de reparabilidad durante muchos años…
Todo ha ido sembrando alguna duda entre quienes defendían incondicionalmente cada decisión de Apple. Este último grupo sigue existiendo, pero cada vez es menor.
Esta evolución no implica el fin de la lealtad hacia Apple, sino su maduración. Sus usuarios entusiastas ya no son devotos acríticos, sino consumidores con capacidad crítica que aprecian la calidad real de los productos por encima de la mitología.
El desafío para Apple está ahora en mantener el equilibrio entre el éxito empresarial y el espíritu innovador que la hizo especial.
Necesita seguir sorprendiendo de vez en cuando con productos revolucionarios de verdad, y tomar decisiones valientes que prioricen al usuario, incluso sacrificando beneficios a corto plazo.
Para la comunidad de fans, este cambio supone la oportunidad de desarrollar una relación más madura con la marca. Ya no supone un culto, pero sigue siendo una comunidad apasionada por una forma de entender la tecnología, capaz de tener conversaciones más equilibradas sobre Apple, reconociendo sus virtudes y sus defectos.
El fin del «culto a Apple» es el inicio de una nueva era. Una con una relación entre empresa y usuarios más fieles basada no tanto en la devoción ciega, sino en una apreciación crítica de la innovación real y el valor que aportan sus productos.
Eso, en última instancia, es positivo tanto para Apple como para sus usuarios.
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